Bruce Springsteen VS Pearl Jam

Bruce Springsteen VS Pearl Jam

(Perdón por el clicbait)

Los conciertos de rock de estadios son uno de los grandes legados culturales del siglo XX. Al  contrario que las películas o los discos, no solo no han necesitado transformarse para sobrevivir, sino que apenas se cuestiona su poderío como eventos trascendentales.

 

Nadie lo sabe como Bruce Springsteen. Al contrario que otras estrellas, que han basado parte de su reclamo en pantallas cada vez más grandes, en pulseras que se iluminan con tu propia energía al saltar y en juegos de plataformas hidráulicas cada vez más barrocas, Bruce solo tiene que plantarse con su banda, amigos con los que recorre el mundo desde hace casi 50 años y buscar durante tres horas un momento de conexión real con su público. Lo más meritorio es que parece que su compromiso es real. Se ríe, improvisa, cambia canciones cada noche.

 

En todas las grandes giras hay una parte importante de negocio (nadie es hoy tan inocente para pensar otra cosa) pero en el caso de Bruce, hay una parte de compromiso que es igualmente importante. Él representa la honestidad en un mundo en donde todo se mueve por dinero.

 

Si sentimos conexión con esta persona honesta es porque nosotros lo tenemos que ser, en la muchas veces inevitable identificación artista-público. Este principio rige también el comportamiento de sus seguidores más fieles. Hasta hace poco, las primeras filas de sus conciertos se organizaban de forma estructurada, asignándose un número según su orden de llegada al recinto y entre ellos diseñan un sistema de turnos para hacer guardia durante las horas-días previos a los que comience el concierto.

 

Por eso no es de extrañar que cuando salieron en julio las entradas para su gira por Estados Unidos en 2023 los fans se sintieran decepcionados por el sistema de tarificación de las entradas. El método se había usado en conciertos de Paul McCartney o Harry Styles, pero nunca para Bruce. Es una fórmula inventada por Ticketmaster y que han llamado Platinum. De su web:

 

 “Las Entradas Platinum son las entradas más solicitadas para conciertos u otros espectáculos que los artistas y los promotores de espectáculos ponen a la venta a través de Ticketmaster. Proporcionan a los fans acceso justo y seguro a los asientos más demandados, a precios marcados por el mercado. Las entradas Platinum son sólo las entradas al evento y los precios están sujetos a cambios en cualquier momento.

 

(…) Las entradas Platinum se venden desde el primer momento a través de Ticketmaster. Los precios se ajustan en función de la oferta y la demanda, algo similar a lo que hacen las compañías aéreas o los hoteles con sus reservas. El objetivo es ofrecer a los fans más apasionados la posibilidad de adquirir de forma justa y segura las entradas y, al mismo tiempo, permitir a los artistas y a los organizadores del espectáculo asignar un precio que se ajuste más a su valor real”.

 

Es decir, han reservado una serie de entradas (sin absolutamente nada especial) para someterlas estrictamente al mercado. Lo que ha ocurrido es que estas entradas se han llegado a vender por 5.000 $ en algunas fechas.

 

Ticketmaster tiene un liderazgo brutal en la gestión de entradas de conciertos (en EEUU tiene que responder recurrentemente a acusaciones de monopolio). Esta situación de fuerza hace pensar que si tienen éxito con su programa Platino, lo lógico sería que aumentasen el número de asientos regulados por el sistema dinámico de precios, hasta su totalidad. Si los conciertos son estrictamente un negocio, es casi su obligación intentarlo. La pregunta es obligada. Y el artista, ¿qué piensa de esto? Por ahora no lo sabemos, pero en casos similares, se han limpiado las manos, aludiendo a que ellos se ocupan del arte y no de la parte del negocio.

 

 Esta no es la única opción. En un caso bien conocido, Pearl Jam decidió dar la batalla. En 1993 estaban en la cúspide del rock mundial. Su segundo disco, VS., había vendido un millón de copias en EEUU en la primera semana. Un récord histórico, que mantendrían durante cinco años. Decidieron plantarse con las convenciones del momento como un grito de independencia. Se plantaron contra la MTV y no hicieron ningún video para sus singles. Y, sobre todo, se plantaron contra Ticketmaster. Pearl Jam veía como sus esfuerzos para mantener un ticket asumible para sus seguidores más jóvenes eran en vano: los gastos de gestión de las entradas que ponía Ticketmaster lo hacían muy difícil. Su disco no se llamaba Versus por casualidad.

 

Pagaron un precio demasiado alto. Intentaron hacer una gira por los pocos recintos que no trabajaban con Ticketmaster, pero finalmente tuvieron que cancelar su gira de 1994. Durante años, sus conciertos en EEUU fueron muy raros. Sus seguidores no los pudieron ver igualmente.

¿Mereció la pena?

 

La identificación artista-público, el deseo de pertenecer durante unas horas a una fantástica comunidad que está unida por el amor a unas canciones que uno siente propias y, aunque sea por un segundo, trascender como se trasciende cuando decenas de miles de personas cantan emocionados un estribillo en presencia de su creador. Esto es por lo que los conciertos siguen siendo relevantes.

 

¿Es esto suficiente para que no apliquen todas las normas del mercado y quede un hueco para otras motivaciones? No tengo ni idea. Pero sé que si el propio artista no se siente interpelado por estas cuestiones y solo se dedica a actuar, corre el riesgo que el atractivo intangible que hace que le gente le siga y pague por verle se vaya, lentamente, diluyendo.